domingo, 6 de agosto de 2017

El último abrazo

El último abrazo - #UnMarDeHistorias

Bajó la vista a cámara lenta, suspirando de manera indistinguible. Cerró unos párpados desazonados, suplicantes de un descanso que tardaría en serles proporcionado. Sus hombros descendieron, rendidos ante la debacle anímica que les avasallaba. Las fuerzas y el aliento de Miriam se estaban marchando como quien abandonaba una sala de cine cuya película le había decepcionado.

Se había visto obligada a soportar una maratoniana jornada repleta de emociones nauseabundas. Dos madrugadas atrás se certificó la muerte de su madre, y la maquiavélica casualidad había querido que Miriam no estuviera presente. De las veinticuatro horas del día, ella la había acompañado en unas veinte de media. Solamente la dejaba un rato para tomar el aire y asearse en el pequeño piso que ambas compartieran durante meses. Y ahora, después de dos semanas compartiendo el techo de un hospital con la mujer que la había traído al mundo, y cuando las palabras de los doctores parecían más alentadoras, la muerte de su madre había caído como un jarro de agua helada sobre su cuerpo. Se sentía más débil que en cualquier recuerdo que acudiese a su cabeza, totalmente desprotegida ante la marcha de la única persona que, en todo momento, había velado por ella.
El día que Miriam hubiera querido para sí misma, para hacer un exhaustivo repaso de las vivencias que madre e hija compartieron, se convirtió en un día de visitas indeseables y falsas cortesías. Personas que apenas conocía, algunas que no recordaba, y la persona a la que prefería olvidar. Él.
En la jornada de velatorio, el hombre al que años atrás llamó padre tuvo la indecencia de personarse en el tanatorio. Ante la iracunda respuesta de Miriam, él se limitó a esbozar una sonrisa torcida. No se parecía a una burla, aunque ella la vio como tal.

-Tu madre estaría orgullosa de ti.
-¡No te atrevas a mencionarla! –bramó entre sollozos estremecedores.

Una pizca de vergüenza debió acertar en su orgullo, puesto que el hombre indeseable se marchó con el rabo entre las piernas. La triste victoria no le otorgó a Miriam ningún dulzor en el paladar, sino que el recuerdo de su figura en el umbral de la sala consiguió agriarle todavía más un plato ya de por sí amargo.
Tras unos cuantos besos forzados y apretones de mano insulsos, Miriam vio cómo las visitas abandonaban la estancia, una a una, dejando a madre e hija en su única compañía, como ambas deseaban.
Transcurrió una noche en la que las lágrimas surcaron el aire hasta estrellarse contra el frío mármol, y en las que cualquiera hubiera dicho que la adolescente había encontrado, en la muerte de su madre, la locura que muchos le achacaban. Solamente ella sería capaz de decir qué conversaciones se mantuvieron en aquella solitaria sala, y a buen seguro que Miriam guardaría esos momentos con el mayor de los recelos.
Cuando las ojeras se hicieron más evidentes y la luz de un nuevo día trató de aportar alegría en su organismo, ella rechazó cualquier atisbo de distracción y se predispuso para el último paso. La chica de la funeraria se dirigió a ella con voz melosa, como si de una niña de cinco años se tratase. Le explicó el procedimiento de incineración, y le preguntó si esperaba que asistiese alguien más. La rotunda negación de Miriam pareció sorprenderla, pero la empleada no tardó en vestir su semblante con la postiza amabilidad que había perdido unos segundos atrás.
Las intrincadas figuras que las baldosas dibujaban en el suelo fueron lo único que Miriam se atrevió a observar en el periodo en que su madre fue incinerada. No se le pasó por la cabeza levantar una pizca la mirada, puesto que no quería que la imagen de su madre descansando fuera sustituida por ninguna otra. Después de un tiempo indeterminado, la misma chica que la había visitado antes regresó con una sencilla urna entre sus manos.
 
-¿Esto es… ella? –preguntó escéptica.
-Por supuesto.

Miriam no sabía qué pensar. No sabía por qué su corazón se había vaciado de repente. Quizá esperaba que, milagrosamente, su madre volviese a la vida con la incineración. O tal vez, simplemente, no estaba preparada para asumir semejante pérdida.
Y sin embargo, después de tantas emociones despreciables y con su cuerpo arrastrándose en busca del descanso, la joven alcanzó la playa en una furiosa tarde previa al otoño. Las olas irrumpían en la orilla con la violencia que Miriam sentía en su interior. El fuego que había consumido el cuerpo de su madre era el que habitaba en la boca de su estómago, y haciendo alarde de un último esfuerzo estoico, alargó el brazo y vertió el contenido de la urna sobre la arena húmeda de la orilla. Cuerpo y tierra se entremezclaron, ayudados de esas olas que bramaban igual que ella, que escupían y maldecían al cielo, igual que ella, y que fueron perdiendo fuerza a medida que los minutos avanzaban. Igual que ella.

Madre, hija y mar se fundieron en un último y eterno abrazo que nadie sería capaz de olvidar.


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